viernes, 30 de diciembre de 2011

Un año nuevo

(Pacho Aquino)

Dicen que cuando se acerca fin de año los ángeles curiosos se sientan al borde de las nubes a escuchar los pedidos que llegan desde la tierra.

- ¿Qué hay de nuevo? -pregunta un ángel pelirrojo, recién llegado.
Lo de siempre: amor, paz, salud, felicidad...- contesta el ángel más viejo.
Y bueno, todas esas son cosas muy importantes.

Lo que pasa es que hace siglos que estoy escuchando los mismos pedidos y aunque el tiempo pasa los hombres no parecen comprender que esas cosas nunca van a llegar desde el cielo, como un regalo.

¿Y qué podríamos hacer para ayudarlos? - Dice el más joven y entusiasta de los ángeles.
¿Te animarías a bajar con un mensaje y susurrarlo al oído de los que quieran escucharlo? - pregunta el anciano.

Tras una larga conversación se pusieron de acuerdo y el ángel pelirrojo se deslizó a la tierra convertido en susurro y trabajó duramente mañana, tarde y noche, hasta 1os últimos minutos del último día del año.

Ya casi se escuchaban las doce campanadas y el ángel viejo esperaba ansioso la llegada de una plegaria renovada. Entonces, luminosa y clara, pudo oír la palabra de un hombre que decía:
"Un nuevo año comienza. Entonces, en este mismo instante, empecemos a recrear un mundo distinto, un mundo mejor:
sin violencia, sin armas, sin fronteras, con amor, con dignidad; con menos policías y más maestros, con menos cárceles y más escuelas, con menos ricos y menos pobres.

Unamos nuestras manos y formemos una cadena humana de niños, jóvenes y viejos, hasta sentir que un calor va pasando de un cuerpo a otro, el calor del amor, el calor que tanta falta nos hace.
Si queremos, podemos conseguirlo, y si no lo hacemos estamos perdidos, porque nadie más que nosotros podrá construir nuestra propia felicidad".

Desde el borde de una nube, allá en el cielo, dos ángeles cómplices sonreían satisfechos.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Frasquito y su sueño de navidad


(Luis Darío Bernal)

Era una tibia madrugada de diciembre. El sol se disparaba contra los ventanales del viejo edificio de la Calle Real. Estrellitas de colores chispeaban sobre el dorado rostro de Frasquito, el antiguo ascensor de elegantes rejas y rectangular ojo de vidrio.

Como todas las mañanas, don Juan abrió el sobretodo metálico del elevador:
– Buenos días –dijo el anciano celador.
– Muy buenos, don Juan. Y usted, ¿cómo amaneció? –preguntó Frasquito alargándose de rejas. Así se desperezaba.
– Regular, hijo, regular. A mi edad es difícil estar bien –aclaró colocándose su gorra azul de terciopelo.

Aún con sueño, Frasquito comenzó a trabajar. Sabía de memoria su recorrido matinal: repartir aseadoras por las oficinas. Luego bajar y subir una y mil veces repleto de personas. Frasquito siempre cumplió su labor. Don Juan, quien envejeció con Frasquito, hacía revisar cada mes el complicado mecanismo del elevador. En treinta años su corazón, un potente y bien engrasado motor alemán, jamás falló.

En cambio, los colegas de Frasquito –tres orgullosos ascensores de cierre automático, controles electrónicos y velocidades de miedo– se dañaban a menudo. Unas veces se trababan sus puertas. Otras, saltaban enloquecidos como carros chocones. Cuando los frenaban, los pasajeros descendían con los pelos parados como si hubiesen visto a Satanás. Algunos salían con las corbatas en los bigotes. O con las gafas en la nuca. Las damas perdían sus tacones o bajaban con los collares bailándoles alrededor de las orejas.

Al verlos, Frasquito se agarraba la barriga para no soltar la carcajada. Luego recogía a los pasajeros ya recuperados, quienes no cesaban de elogiarlo:
– Este sí es un ascensor decente –comentaba una viejita.
– Yo he dicho que los aparatos de antes eran mejores que los de ahora –sentenciaba un señor.
– ¡En mi vida vuelvo a subirme en estos mugrosos bichos! –gritaba furiosa una señora calva que no había podido reacomodar su peluca.

Frasquito escuchaba los comentarios. Su ojo de vidrio sudaba. Su nariz, un grueso mango de acero dorado, brillaba de tanto ajetreo. Esa mañana de aguinaldos, sin embargo, todo transcurría normalmente. Cada elevador trabajaba sin sobresaltos. De pronto, a eso del mediodía, cuando Frasquito pasaba delante del piso 13, sintió una terrible picada en el estómago. Uno de sus piñones chilló como frenada de locomotora.

Don Juan lo apagó al instante. Preocupado por Frasquito corrió a la administración. Como no soportaba la velocidad ni el encierro de los otros ascensores, bajó las escaleras de emergencia a todo lo que daban sus piernas y pulmones. Ya en la oficina, fatigado, contó lo que había escuchado en las entrañas de Frasquito. Al rato, don Juan regresó acompañando al elevador. Un ingeniero, el administrador y un técnico con un estuche metálico penetraron en su cabina.

Frasquito sintió cosquillas. Una pistola eléctrica hizo brincar sus tornillos. Hizo esfuerzos para no reír. Experimentó escalofrío. Lo desnudaron quitando las láminas de su espalda. Por la abertura pasaron el ingeniero y su asistente. Al momento, mientras Frasquito y don Juan se miraban de reojo, volvieron los expertos:
– Sacó la mano, doctor –afirmó el técnico–, el eje sinfín está roto.
– ¿Verdad? –indagó incrédulo el administrador mirando al ingeniero.
– ¿Sí? Y lo peor es que esa pieza ya no la fabrican –puntualizó el profesional.
– ¿Y qué podemos hacer? –le insistió pensativo.
– Lo que siempre te dije. Modernizar este aparato.
– Ya parece un ejemplar de museo –se rió ante la estructura de Frasquito. Apesadumbrado, don Juan salió del elevador lleno de presentimientos.

Así pasó. En vísperas de navidad, Frasquito amaneció estrenando de todo. Inclusive ascensorista. Don Juan fue jubilado. Y Frasquito convertido en un velocísimo aparato.

Sus puertas, de doble hoja, cerraban herméticamente. Su acogedora cabina era ahora un cuarto frío y sin espejos. Frasquito no vio más hacia el exterior. Perdió su amplio ojo de vidrio. Y sus rejas doradas desaparecieron. Ya ni pereza pudo hacer. A las seis de la mañana un control computarizado lo lanzó al abismo de 15 pisos a una celeridad endemoniada. A las 10:00 p.m., agotado, lo apagaron. Todo el día transportó cajas. Ninguna persona. Esa noche la pasó en vela. Y amaneció profundamente triste: añoraba los bombillos de colores que le colgaban en Navidad. El oloroso baño de espuma que recibía por esa época. Las cosquillas que lo hacían brincar cuando le secaban las rejas. La alfombra nueva con su nombre grabado, con la que despertaba cada 24 de diciembre. Recordó el juego de aguinaldo entre secretarias y ejecutivos. La alegría de la gente. Los paquetetotes de regalos que le gustaba cargar. Los destellos de pólvora que siempre deseó compartir con los niños en las calles y que contemplaba con don Juan desde la azotea.

Al evocar a su viejo amigo desfalleció. La fuerza lo abandonó.
– ¿Qué diablos pasa? ¡Aparato mañoso! –gritó el joven ascensorista con un tono que ofendió a Frasquito. De inmediato lo dejó en el piso 6º. Allí permaneció todo el día. A oscuras. Pensativo.

Al caer la tarde, el edificio se alumbró. Frasquito estaba muy animado. Había planeado algo que le devolvió los bríos. Pasadas las 11 subió el operario con un señor.
– ¿Entonces qué, compadre, le hacemos el intento? Todavía queda un rato para la medianoche –precisó mirando el reloj.
–¡ Préndalo de una, hermano! Quiero sentir la potencia –pidió el nuevo técnico. Frasquito arrancó a toda máquina rumbo a la terraza. Descendió con igual ímpetu. Funcionó a la perfección para impedir que lo apagaran.
– No le veo nada raro –comentó el experto.
– Sííí... No sé qué pasó. Le juro que no funcionó esta mañana –confesó el muchacho mirando con sorpresa a su amigo.
– ¿No serían las cervecitas de anoche? –repuso burlón su compañero ofreciéndole un cigarrillo. Finalmente rieron. Salieron del elevador. Se dirigieron al portón. Frasquito quedó abierto de par en par, iluminado y a pocos metros de la calle real. ¡Pum pum pum! retumbaban afuera los cohetes. Miles de luces dibujaban un ballet de figuras en el aire. Rombos de colores ascendían por el cielo como pajaritos de fuego. ¡Pi pi pi! las bocinas de los carros pitaban. ¡Slll! las sirenas de las fábricas silbaban. Todo era algarabía en la ciudad.

Frasquito no soportó más la soledad del edificio. Ni la nostalgia por don Juan. Quería participar de la fiesta. Recorrer las calles iluminadas. Ver las sonrisas de los niños. Escuchar la música. Observar la noche coloreada. Ser libre. Las roncas y monumentales campanas de la catedral iniciaron el concierto. Luego, todos los templos lanzaron al vuelo sus voces de bronce. De repente, la construcción comenzó a vibrar. Temblaba como gelatina. Parecía presa de un terremoto. Las luces del barrio se apagaron de golpe y Frasquito absorbió una inmensa energía en su cuerpo. Resplandecía.

Cuando los relojes iniciaron el conteo regresivo, Frasquito soltó un ruido ensordecedor. Cerró sus puertas con fuerza. Se meció impetuoso y despegó en medio del humo a velocidad supersónica. Su cuerpo, ahora incandescente, atravesó en un instante los 15 pisos. La claraboya de la azotea saltó en mil pedazos. Libre y pleno de felicidad, Frasquito remontó el firmamento al filo de las 12. Había llegado la Navidad. Y nacido un nuevo Frasquito. La fricción del ascenso y el frío de la atmósfera lo transformaron. Perdió sus esquinas y sus paredes se hicieron transparentes. Su interior despedía una rojiza luminosidad. Semejaba un barrilito de mermelada de frambuesa.

Desde aquella noche, Frasquito olvidó para siempre la tristeza. Hoy es un mensajero de paz y alegría. Todos los niños del mundo son sus amigos. Cuando lo divisan en los cielos azules y despejados, Frasquito los saluda soltando destellos a los cuatro vientos.

Querido lector, ¡deja ya estas páginas! Nuestro amigo no demora. ¡Rápido, corre a la ventana! ¡Saluda a Frasquito! Verás como te sonríe.


martes, 13 de diciembre de 2011

Un extraño relato de navidad

Quien conozca los textos de Guy de Maupassant, sabrá de antemano que el siguiente cuento no trata precisamente de la felicidad y paz que rodea la navidad. Más bien es un breve relato que por momentos parece leyenda, pero que finalmente tiene el suspenso y terror característico del autor.



UN EXTRAÑO RELATO DE NAVIDAD







El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...
Y, de pronto, exclamó: -Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.


Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos. ¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia. Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville. Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca. En una sola noche se cubrió toda la llanura. Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos. Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve. Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve. Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.

Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo. La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial. De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces desgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.

Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada. Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.

La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera. De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinose para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.
-Toma este huevo que encontré en el camino.
La mujer bajó la cabeza, recelosa: -¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?
-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.
Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca. La mujer escuchaba, palideciendo.
-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.
Sentáronse y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.


-¿Y si tuviese algún maleficio?
-¿Qué maleficio puede tener?
-¡Toma! ¡Si yo supiera!
-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía: -¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?

Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles. Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla. Y la mujer, sin reposo, vociferaba: "-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!

Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca. Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo. Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.

Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones. Los diablos no quisieron salir.

Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo. La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:
-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.
Yo respondí:
-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.
El viejo cura insinuó:
-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?

Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance. De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve. Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos. Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos. La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.

A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura. Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión. Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino. Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y acercáronse a la endemoniada.

Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron. Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer. La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada. Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.

La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua. La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras. Aquello duró bastante.

Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura. La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente. Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.

Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar. La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum. Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo. Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.

Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El cascanueces y el rey de los ratones

inspirado en el Ballet de Tchaikovsky y en el cuento de Ernst Theodor Wilhem Hoffmann publicado en 1816, El cascanueces y el rey de los ratones es un cuento perfecto para disfrutar en estas fechas navideñas. En el video, idea de Eva Alonso, le acompañan la ilustraciones de José Rubio Malagón y la produción del vídeo de Ismael Pantaleón de la empresa Zootropo.



El cuento relata cómo en Nochebuena, una niña y su hermano descubren impacientes un fantástico árbol de Navidad iluminado con cientos de velitas y cargado de juguetes y golosinas. El niño recibe un astuto zorro rojo y un batallón de húsares con espadas y caballos de plata, mientras su hermana queda prendada de un humilde y pequeño cascanueces medio escondido en el árbol. A partir de aquí, la niña vivirá emocionantes aventuras en las que el cascanueces tomará vida y deberá liderar a los húsares en su enfrentamiento al rey de los ratones.

Humor e imaginación combinados con una pizca de terror logran crear un mundo fantástico casi inigualable que ha cautivado a grandes y pequeños durante años, convirtiendo la obra en uno de los grandes clásicos de la literatura fantástica y navideña de todos los tiempos. La obra sería adaptada varias veces, primero al francés por Alejandro Dumas, luego se convertiría en una de las más famosas composiciones de Tchaikovski y finalmente llegaría al ballet gracias a una coreografía de Lev Ivanov.








EL CASCANUECES

La nochebuena
El día 24 de diciembre los niños del consejero de Sanidad, Stahlbaum, no pudieron entrar en todo el día en el hall y mucho menos en el salón contiguo. Refugiados en una habitación interior estaban Federico y María; la noche se venía encima, y les fastidiaba mucho que -cosa corriente en días como aquél- no se ocuparan de ponerles luz. Federico descubrió, diciéndoselo muy callandito a su hermana menor -apenas tenía siete años-, que desde por la mañana muy temprano había sentido ruido de pasos y unos golpecitos en la habitación prohibida. Hacía poco también que se deslizó por el vestíbulo un hombrecillo con una gran caja debajo del brazo, que no era otro sino el padrino Drosselmeier. María palmoteó alegremente, exclamando:

-¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? El magistrado Drosselmeier no era precisamente un hombre guapo; bajito y delgado, tenía muchas arrugas en el rostro; en el lugar del ojo derecho llevaba un gran parche negro, y disfrutaba de una enorme calva, por lo cual llevaba una hermosa peluca, que era de cristal y una verdadera obra maestra. Era además el padrino más habilidoso; entendía mucho de relojes de casa, el de Stahlbaum se descomponía y no daba la hora ni marchaba, presentábase el padrino Drosselmeir, se quitaba la peluca y el gabán amarillo, anudábase un delantal azul y comenzaba a pinchar el reloj con instrumentos puntiagudos que a la pequeña María le solían producir dolor, pero que no se lo hacían al reloj, sino que le daban vida, y a poco comenzaba a marchar y a sonar, con gran alegría de todos. Siempre que iba llevaba cosas bonitas para los niños en el bolsillo: ya un hombrecito que movía los ojos y hacía reverencias muy cómicas, ya una cajita de la que salía un pajarito, ya otra cosa. Pero en Navidad siempre preparaba algo artístico, que le había costado mucho trabajo, por lo cual, en cuanto lo veían los niños, lo guardaban cuidadosamente los padres.

-¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? -repitió María.

Federico opinaba que no debía de ser otra cosa que una fortaleza, en la cual pudiesen marchar y maniobrar muchos soldados, y luego vendrían otros que querrían entrar en la fortaleza, y los de dentro los rechazarían con los cañones, armando mucho estrépito.

-No, no -interrumpía María a su hermano-: el padrino me ha hablado de un hermoso jardín con un lago en el que nadaban blancos cisnes con cintas doradas en el cuello, los cuales cantaban las más lindas canciones. Y luego venía una niñita, que se llegaba al estanque y llamaba la atención de los cisnes y les daba mazapán.

-Los cisnes no comen mazapán-replicó Federico, un poco grosero-, y tampoco puede el padrino hacer un jardín grande. La verdad es que tenemos muy pocos juguetes suyos; en seguida nos los quitan; por eso prefiero los que papá y mamá nos regalan, pues ésos nos los dejan para que hagamos con ellos lo que queramos.

Los niños comentaban lo que aquella vez podría ser el regalo. María pensaba que la señorita Trudi -su muñeca grande- estaba muy cambiada, porque, poco hábil, como siempre, se caía al suelo a cada paso, sacando de las caídas bastantes señales en la cara y siendo imposible que estuviera limpia. No servían de nada los regaños, por fuertes que fuesen. También se había reído mamá cuando vio que le gustaba tanto la sombrilla nueva de Margarita. Federico pretendía que su cuadra carecía de un alazán y sus tropas estaban escasas de caballería, y eso era perfectamente conocido de su padre. Los niños sabían de sobra que sus papás les habrían comprado toda clase de lindos regalos, que se ocupaban en colocar; también estaban seguros de que, junto a ellos, el Niño Jesús los miraría con ojos bondadosos, y que los regalos de Navidad esparcían un ambiente de bendición, como si los hubiese tocado la mano divina. A propósito recordaban los niños, que sólo hablaban de esperados regalos, que su hermana mayor, Elisa, les decía que era el Niño Jesús el que les enviaba, por mano de los padres, lo que más le pudiera agradar. El sabía mucho mejor que ellos lo que les proporcionaría placer, y los niños no debían desear nada, sino esperar tranquila y pacientemente lo que les dieran. La pequeña María quedóse muy pensativa; pero Federico decíase en voz baja:

-Me gustaría mucho un alazán y unos cuantos húsares.

Había oscurecido por completo. Federico y María, muy juntos, no se atrevían a hablar una palabra; parecíales que en derredor suyo revoloteaban unas alas muy suavemente y que a lo lejos se oía una música deliciosa. En la pared reflejóse una gran claridad, lo cual hizo suponer a los niños que Jesús ya se había presentado a otros niños felices. En el mismo momento sonó un tañido argentino: "Tilín, tilín." Las puertas abriéronse de par en par, y del salón grande salió tal claridad que los chiquillos exclamaron a gritos "¡Ah!... ¡Ah!..." y permanecieron como extasiados, sin moverse. El padre y la madre aparecieron en la puerta; tomaron a los niños de la mano y les dijeron:

-Venid, venid, queridos, y veréis lo que el Niño Dios os ha regalado. SEGUIR LEYENDO

martes, 6 de diciembre de 2011

Poema de un muñeco de nieve

Este cuento narra la historia de Peonía y Violeta, dos hermanitas que construyeron una tarde una muñeca de nieve, tan perfecta, que parecía una niña de verdad. Tan real fue su creación que poco a poco adquirió movimiento y vida. Un bello cuento mágico aunque con un triste final, especial para estas fiestas.





jueves, 1 de diciembre de 2011

Recomendado para este mes

Llegó diciembre, mes en que los niños salen de sus actividades escolares y se quedan muchas veces en casa sin saber qué hacer. Desafortunadamente solo la minoría piensa que durante esta época de descanso, leer puede ser una buena opción para aprender y divertirse. Precisamente para aquellos niños de 7 u 8 años que aprovechan de forma adecuada su tiempo, les recomiendo este cuento de Vincent Poensgen llamado "El papá Noel que le tenía miedo a los niños".



Es la historia de Humberto Noel, el hijo de Papá Noel que ha crecido y engordado y que como dice la tradición, deberá convertirse en el Papá Noel de la navidad ahora que su padre ha muerto y hacer todas las labores que ya sabemos, cumple Papá Noel cada año. El único problema de este maravilloso empleo, es que Humberto le tiene miedo a los niños. Tendrá que ver un médico, terapistas y lo que sea necesario, con tal de curar sus temores, porque la navidad ha llegado y su trabajo debe comenzar.



"El Papá Noel que le tenía miedo a los niños" es un cuento divertido, colorido, lleno de magia y personajes espeluznantes como vampiros, brujas, ogros, ratones gigantes y muchos más. Una forma sencilla de pasar un buen rato, de reir un poco y de comenzar a disfrutar de todo el ambiente navideño que por estos días comienza a asomarse en cada uno de los hogares.