sábado, 24 de agosto de 2013

Humiko, la hija del mar.

(Mitología oriental)

En los tiempos más antiguos vivía en el mar una sirena llamada Amara que envidiaba la luz que iluminaba una ciudad del Japón por la noche, ya que sus habitantes usaban velas y antorchas que podían verse desde la costa.  Por eso, cuando la sirena tuvo una hija, decidió abandonarla en la ciudad, para que su niña tuviera la luz que ella tanto deseaba. El bebé fue encontrado por un matrimonio que se dedicaba a elaborar velas y que se alegró mucho de adoptar a una criatura tan extraordinaria, con su hermosa cola de pez. La llamaron Humiko, que significa "Hija del mar". 

La sirena creció y se convirtió en la más bella de la ciudad, de manera que sus padres decidieron ocultarla de las malas miradas y por eso Humiko era la encargada de fabricar las velas en el taller, en lugar de salir a venderlas. Sus velas estaban decoradas con flores y animales del fondo del mar y eran las que mejor se vendían en el mercado, adquiriendo tal fama que un día, un rico mercader, ofreció tantos bienes a cambio de la muchacha, que sus padres se la entregaron. Humiko lloró y suplicó, pero aun así fue conducida al barco del mercader. 

Pero esa noche una tempestad inexplicable hundió el barco y destrozó la ciudad.

En la actualidad, los pescadores encienden velas en honor de Humiko antes de salir al mar, para aplacar su ira y pedir calma en las aguas. 


lunes, 19 de agosto de 2013

La tortuga gigante

(Cuentos de la Selva -Horacio Quiroga)

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
–Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
–Ahora –se dijo el hombre–, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
–Voy a morir –dijo el hombre–. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
–El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
–Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
–Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
–Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.Pero un ratón de la ciudad –posiblemente el ratoncito Pérez– encontró a los dos viajeros moribundos.
–¡Qué tortuga! –dijo el ratón–. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
–No –le respondió con tristeza la tortuga–. Es un hombre.
–¿Y adónde vas con ese hombre? –añadió el curioso ratón.
–Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires –respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía–. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...
–¡Ah, zonza, zonza! –dijo riendo el ratoncito–. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.

Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

jueves, 15 de agosto de 2013

El duende de la tierra

(Hermanos Grimm)

Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.

-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!

El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.

-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?

-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.

Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena.

-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!

De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.

Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante... –

Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.

En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.

Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:

-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.

Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas.

domingo, 11 de agosto de 2013

Complejo de electra

La expresion "complejo de electra" se le debe al psicólogo Carl Jung, para referirse a los casos en que las niñas experimentan deseo sexual por su padre, simultáneamente con repulsión hacia su madre. Es el equivalente femenino del complejo de Edipo. 

Origen.
La historia de Electra se remonta a la mitología griega. Electra era la segunda hija de Agamenón, rey de Micenas y su esposa Clitemnestra; por tanto, hermana de Ifigenia y Orestes. 

En cierta ocasión, atendiendo la solicitud de su hermano Menelao, rey de Esparta y esposo de Helena, Agamenón comandó la flota griega que marchó a Troya para rescatar a Helena y vengar la ofensa infligida a Esparta por Paris, el príncipe troyano. Partió a mando de mil naves, creyendo que obtendría una victoria fácil y rápida,pero la guerra fue cruel y  larga: duró diez años. Mientras esto sucedía, Clitemnestra tomaba por amante a Egisto, primo y enemigo de Agamenón. 

Cuando los griegos por fin lograron destruir Troya, regresaron a sus ciudades. Agamenón fue recibido por su pérfida esposa y el amante de esta, quien había usurpado el trono. Durante el festejo de bienvenida Clitemnestra, con la complicidad de Egisto, asesinó a Agamenón por la espalda en presencia de Electra, quien juró venganza. 

Electra tuvo que soportar humillaciones y maltratos por parte de los asesinos de su padre. Años más tarde, planeó con su hermano Orestes la vengaza: matar a su madre y a su amante. 

De ahí, el fenómeno psicológico conocido como complejo de Electra. 


 

viernes, 9 de agosto de 2013

El chico que fue a buscar al Viento Norte

(Cuento escandinavo)



Esta es la historia de una pobre viuda que tenía un hijo muy trabajador y servicial. Para ayudar a su madre, el chico iba todos los días al mercado a comprar los alimentos que ella cocinaba. Pero un día, al salir del mercado, llegó soplando el Viento Norte, le arrebató las provisiones y se las llevó por los aires. 

El muchacho entró nuevamente al mercado y compró más cosas, pero, al salir, el Viento Norte se las volvió a quitar. Lo mismo ocurrió una tercera vez. El chico estaba furioso y decidió hacerle una visita al Viento y pedirle que por favor le devolviera su comida. 



Partió en busca del Viento. El camino era largo y tuvo que andar muchas horas hasta que llegó a la casa del Viento. 

- Buenos días - le dijo-. Te doy las gracias por haber ido a encontrarme. 
- BUENOS DIAS - contestó el Viento Norte, que tenía la voz fuerte y áspera -. Gracias a ti por venir a verme hoy. ¿Qué deseas?. 

- Solo quería rogarte que fueras bueno conmigo y me devuelvas las provisiones que me quitaste a la puerta del mercado, porque somos pobres y no podemos comprar las cosas tres veces. Si continúas arrebatándome la comida mi madre y yo moriremos de hambre. 

- Yo no tengo tus provisiones - le dijo el viento - Pero ya que son tan pobres, te daré un mantel. Sólo tendrás que decir, Mantel, extiéndete y sírveme ricos manjares.  

El muchacho quedó muy contento y le dio las gracias al Viento Norte. Como el camino era tan largo, no pudo volver a su casa el mismo día y entró en una posada. Cuando llegó la hora de cenar, puso el mantel sobre la mesa del rincón y dijo: "Mantel, extiéndete y sírveme toda clase de ricos manjares!" 


Al momento el mantel hizo lo que se le mandaba y todos quedaron maravillados, sobre todo el posadero. Por eso, cuando todos se fueron a dormir, el posadero robó el mantel y puso en su lugar otro igual pero que no podría darle ni un pedazo de pan. Al despertar, el muchacho tomó el mantel sin darse cuenta del cambio y partió a su casa. 

- Madre, madre ¿sabes de dónde vengo? He ido a visitar al Viento Norte - explicó al llegar - Como es muy bueno, me ha dado este mantel. Es mágico y cuando le digo: "Mantel, extiéndete y sírveme toda clase de ricos manjares!" pone sobre la mesa platos exquisitos. 
-Quizás sea verdad hijo mío - contestó la madre - pero yo no puedo creerlo si no lo veo. 

El muchacho se dio prisa en poner el mantel sobre la mesa y decir: 
"Mantel, extiéndete y sírveme toda clase de ricos manjares!" 
Pero el mantel no sirvió nada, ni un pedazo de pan. 
- ¡Bueno! Veo que esto no tiene remedio. Volveré a la casa del Viento Norte - dijo el muchacho algo enojado. 

Allá fue. A última hora de la tarde llegó al palacio del Viento. 
- Buenas ardes - dijo. 
- BUENAS TARDES - contestó el Viento Norte, con su grueso vozarrón. 
- Quiero que me pagues algo por las provisiones que me arrebataste - dijo el chico - el mantel que me diste no me sirve para nada. 
- Yo no tengo tus provisiones, pero mira, ahí tienes un carnero que da monedas de oro con sólo que se le diga: "¡Carnero, carnero, dame dinero!". 

Al muchacho le pareció muy bien y se marchó. Como era imposible llegar a su casa aquel mismo día, entró al anochecer en la misma posada donde había dormido la noche anterior. 

Antes de pedir nada puso a prueba lo que el Viento Norte le había dicho respecto del carnero y vio que el Viento no lo había engañado. Pero el codicioso posadero también sintió deseos de poseer el carnero mágico. Esperó a que el chico se durmiera y se lo cambió por otro carnero igual, pero que no daba ni monedas de oro ni de ningún tipo. 

A la mañana siguiente, salió el muchacho y al llegar a su casa, le dijo a su madre muy contento: 
- El viento norte es genial; ahora me ha regalado un carnero que da monedas de oro. 

- Puede ser cierto - contestó la madre - pero yo no creeré ese cuento hasta que no vea las monedas con mis ojos. 
- ¡Carnero, carnero, dame dinero! - dijo el joven. 
Pero el animal no le hizo caso. 
Ni corto ni perezoso, el muchacho volvió al palacio del Viento Norte y le dijo que el Carnero no tenía valor y que él quería hacer valer sus derechos. 
- Bien -dijo el Viento - a excepción del bastón que ves ahí, no tengo otra cosa que darte. Pero si dices: "¡Pega, pega, bastón!", lo hará hasta que le ordenes "¡Para Bastón!". 


Como el camino era tan largo, el muchacho entró a la posada. Entendía ahora lo ocurrido con el mantel y con el carnero, por lo que se tendió enseguida sobre un banco y comenzó a roncar como si estuviera profundamente dormido. 
El posadero, pensaba que el bastón tendría alguna virtud parecida a las del mantel y del carnero. Cuando lo escuchó roncar trató de cambiarle el bastón por otro. Pero el chico estaba alerta y gritó: 
- ¡Pega, pega, bastón! 

Entonces, el bastón comenzó a pegar al posadero hasta hacerle saltar por encima de sillas, mesas y bancos gritando. 
- ¡Ay de mí! Por favor muchacho, ordena que el bastón se detenga o me matará a golpes. Detenlo y te devolveré tu carnero y te devolveré tu carnero y tu mantel enseguida. 

El chico ordenó: 
- ¡Para Bastón! 
Después tomó el mantel y se lo metió en el bolsillo. Volvió a su casa, con el bastón en la mano y llevando al carnero con una cuerda que ató a los cuernos. Por fin había cobrado el precio de las provisiones que le llevara el Viento Norte. 


martes, 6 de agosto de 2013

Balada del caracol negro

(Federico García Lorca)

Caracoles negros.
Los niños sentados
escuchan un cuento.

El río traía
coronas de viento
y una gran serpiente
desde un tronco viejo
miraba las nubes
redondas del cielo.

Niño mío chico
¿donde estás?
Te siento
en el corazón
y no es verdad.

Lejos,
esperas que yo saque
tu alma del silencio
Caracoles grandes.
Caracoles negros.