Con frecuencia se cita el adjetivo afrodisíaco para calificar a la sustancia o circunstancia que despierta el deseo sexual. No es difícil deducir que el vocablo proviene de Afrodita, diosa griega del amor, a la que los romanos adoptaron con el nombre de Venus.
El mito de Afrodita es muy complejo, pero podría resumirse recordando que Urano (el Cielo), dios del universo y su esposa Gea (la Tierra) tuvieron muchos hijos, entre ellos los Titanes, los Cíclopes, los Gigantes y los Hecatónquiros. Receloso del poder y la fuerza de los Cíclopes y los Hecatónquiros, Urano los desterró a vivir al Tártaro, una región del mundo subterráneo confundida a veces con el infierno, lo que despertó la furia de Gea. Ella incitó a los Titanes a levantarse contra el poder despótico de su padre. Cronos, el menor, atendió ese llamado.
Armado de una hoz, sorprendió a su padre dormido, le mutiló los genitales y los arrojó al mar. Alrededor de ellos brotó abundante espuma blanca (el prefijo Afro significa espuma) y de ella surgió, en una concha, una bella mujer a la que el viento Céfiro, transportó hasta la Isla de Chipre, donde fue recibida por las Horas, diosas de las estaciones y del orden de la naturaleza. Precisamente sobre su nacimiento, Sandro Botticelli lo ilustró en su cuadro El nacimiento de Venus, expuesto en la Galería de los Uffizi en Florencia.
Afrodita era la diosa de la belleza y del amor, sobretodo en su dimensión sexual. Provocaba un deseo fuerte, que en ocasiones, era capaz de romper el sagrado vínculo del matrimonio.
Los griegos ya conocían el efecto de algunas hierbas como estimulantes sexuales y hacían con ellas infusiones que llamaron aphrodisiakós. De ahí que llamemos afrodisíaco a lo que tiene la propiedad de incitar el enamoramiento y el deseo. A pesar de que la palabra griega tiene más de 2.500 años, el primer registro de afrodisíaco en nuestro idioma español data de 1.867
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